Por: Antonio Pérez Esclarín
En el salón de clase había dos alumnos que tenían el mismo apellido: Urdaneta. Uno de los Urdaneta, el más pequeño, era un verdadero dolor de cabeza para la maestra: indisciplinado, poco aplicado en sus estudios, buscador de pleitos. El otro Urdaneta, en cambio, era un alumno ejemplar.
Tras la reunión de representantes, una señora de modales muy finos se presentó a la maestra como la mamá de Urdaneta. Creyendo que se trataba de la mamá del alumno aplicado, la maestra se deshizo en alabanzas y felicitaciones y repitió varias veces que era un verdadero placer tener a su hijo como alumno.
A la mañana siguiente, el Urdaneta revoltoso llegó muy temprano al colegio y fue directo en busca de su maestra. Cuando la encontró, le dijo casi entre lágrimas: “Muchas gracias por haberle dicho a mi mamá que yo era uno de sus alumnos preferidos y que era un placer tenerme en su clase. ¡Con qué alegría me lo decía mamá! ¡Qué feliz estaba! Ya sé que hasta ahora no he sido bueno, pero desde ahora lo voy a ser”.
La maestra cayó en la cuenta de su error pero no dijo nada. Sólo sonrió y acarició levemente la cabeza de Urdaneta en un gesto de profundo cariño. El pequeño Urdaneta cambió totalmente desde entonces y fue, realmente, un placer tenerlo en clase.
Diferentes tests e investigaciones de Rosenthal han demostrado que las expectativas de los maestros constituyen uno de los factores más poderosos en el rendimiento escolar de los alumnos. Si el maestro tiene expectativas positivas respecto a sus alumnos, se las comunica y logra que estos avancen. Lo mismo si son negativas. Si el maestro está convencido de que sus alumnos -o alguno de ellos- son incapaces, los vuelve incapaces. Como dice Fernando Savater:
“Si piensas que tu alumno es un idiota, si en realidad no lo es, pronto lo será”. Si, por lo contrario, el maestro está convencido de que tiene en su salón un grupo de triunfadores, los vuelve triunfadores. Si el maestro tiene una autoestima positiva, valora su trabajo y se encuentra a gusto consigo mismo, la comunica a sus alumnos. Por el contrario, el maestro amargado, sin entusiasmo ni ilusión, cubre toda la acción educativa con un manto de pesimismo y frena el aprendizaje de sus alumnos.
Evita toda palabra, gesto u opinión ofensiva. (“Eres un inútil; no sabes nada; mal, como siempre…”) Subraya siempre lo positivo, y sobre todo, no dejes nunca de querer a tus alumnos. Querer a los alumnos no es alcahuetearlos ni abrumarlos con ilusorias expectativas que les lleven a imaginar que son el ombligo del mundo. Querer a los alumnos supone interesarse por ellos, por su crecimiento y su desarrollo integral, alegrarse de sus éxitos aunque sean pequeños y parciales y, sobre todo, nunca perder la fe ni la esperanza.
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